viernes, 10 de agosto de 2007

Giraluna

Todo fue de repente. En un instante. Una pequeñísima fracción de tiempo. ¿Cómo explicarlo?
Bueno, digamos que en lo que dura un parpadeo: un abrir y cerrar de ojos... pero no un parpadeo cualquiera. Un presagio. ¿Cómo describirlo?

Podríamos decir, por ejemplo, que los árboles pendían de arriba y sus copas colgaban del cielo hacia nosotros.
Sí, era como un extraño cielo de tierra que se hallaba lejos, lejísimos, muy encima de nuestras miradas, y aquí, donde antes solía estar la tierra, había nubes, sólo nubes de diferentes tamaños, ¡nubes por todos lados! Y, además, una fina lluvia brotaba de abajo hacia arriba, como rehilete, vertical, del suelo al cielo, que más que mojarnos, nos hacía cosquillas en el cuerpo.

Los rayos del sol rozaban nuestras cabezas y estallaban en luminosos senderos a la altura de nuestro pecho.

Más allá, también arriba y lejos, el mar podía verse como suspendido, como enorme espejo de azules y blancos y, a pesar de verlo como si estuviese detenido, podíamos adivinar su himno de vaivenes, la canción que el mar canta para arrullar a las olas. También, entre los grandes fragmentos de esa extraña tierra celeste, se alcanzaban a ver los ríos que recorrían las porciones elevadas de continentes, como venas azules de un sorprendente cielo café.

El agua de lluvia lograba rociar las flores que, desde allá arriba, parecían sonreírnos gustosas y frescas.
Y nosotros no podíamos creerlo; admirábamos el paisaje locos de asombro y de alegría: ¡estábamos caminando sobre nubes! Nubes por todas partes; corríamos sobre ellas, brincábamos y ¡no se deshacían¡; nos dejábamos caer sobre ellas y, lejos de golpearnos, sentiamos el roce de la espuma que nos envolvía como enormes manos de blanco algodón dulce.
Hacíamos guerritas de copos de neblina y disfrutábamos de un fresco olor a pompas de jabón, entre los murmullos de la bruma.

Seguramente los demás niños se habían dado cuenta del maravilloso cambio, pero quizá sus padres se habían asustado y no les habían permitido salir a jugar. A nosotros sí: Luis Antonio saltaba tomado de la mano de Lorena, entrando y saliendo entre los montes de nube, mientras Sofía y yo nos revolcábamos en el espumoso suelo como si rodáramos sobre una inmensidad acolchonada de burbujas.


-¡Miren! -exclamó Sofía, y señaló un enorme semicírculo de colores que, como una gigantesca y alargada U, se extendía a algunos metros de distancia.
-¡Es el arco iris! -respondimos al unísono Luis Antonio y yo.
-Pero, ¿por qué está así? -inquirió Sofía, asombrada de ver un arco iris sobre el suelo.
-¿Qué no ves- le dije -que todo el cielo está al revés?


Sin preguntar, tropezándose con montículos de niebla, Lorena ya iba corriendo para averiguar en qué consistía ese colorido resplandor.
-Cuida a tu hermana, Gabriel -me dijo Luis Antonio y me apresuré a detenerla, sin permitirle acercarse hasta que Luis y yo averiguáramos si no eran peligrosas esas franjas de colores.
Y allí estaba, conformado un grandioso arco de siete fulgores; casi se podían tocar.
-Podemos jugar a la reta -exclamó Sofía, pero Luis Antonio y yo respondimos que sería muy dificíl dar vueltas a tantos colores juntos y tan largos.


Yo propuse jugar a salto de longitud y, así, cada color sería la medida de nuestro esfuerzo.
Como Lorena era la menor, le dimos oportunidad de iniciar la carrera desde el naranja; ella corrió y sólo logró caer en el amarillo. Íbamos a consolarla y estábamos dispuestos a aplaudir su salto, aunque sabíamos que había sido muy pequeño, cuando, de repente, ¡su vestido blanco se llenó de girasoles!, todos la mirábamos sin poder creerlo y ella, contenta, sólo se hizo a un lado para que los demás saltáramos.


Luis Antonio trazó con el talón una raya atrás del rojo, voló, corrió, voló... y fue a dar al verde. Antes de que pudiéramos decirle cualquier cosa, Luis Antonio enseñaba feliz una bolsa de caramelos de limón que, al tocarlos, cambiaban de forma, crecían o se achicaban y, sin querer convidarnos, dijo que se los iba a comer todos.

Sofía insistió en saltar sin ninguna ventaja. Se colocó en la misma línea de la que había partido su hermano y puso todo su esfuerzo en el brinco que la llevó al naranja.
Lloraba porque era la que menos había saltado; ya íbamos hacia ella, cuando el propio color naranja la reconfortó: la franja la envolvió y la elevó por encima de las nubes, la hizo reír y le regaló muchas paletas de naranja que Sofía repartió entre todos, porque a ella sí le gustaba compartir y, además, eran tantas, que no cabían en todo el espacio de su falda recogida.

-¡Que salte Gabriel! -aclamaron todos. Yo estaba muy nervioso.

Era el más alto y temía no lograr nada. Cerré los ojos, sentí un calor que subía desde las plantas de los pies hasta mi cabeza y corrí, corrí, corrí y al caer, me volví y me di cuenta que había saltado todos los colores.

Gané el juego, pero perdí la oportunidad de que el arco iris me regalara algo. De pronto escuché un ¡pssst!, ¡pssst! La voz provenía de un refulgente semicírculo blanco. Me acerqué. Los demás venían detrás pero yo les llevaba bastante ventaja. Cuando llegué, la luz era muy intensa, mis ojos tuvieron que esperar unos instantes para no cegarse.

Cuando pude abrirlos, vi a un conejo gris que me llamaba y me ofrecía unas gomitas dulces que sabían deliciosas y que nunca antes había probado.

-Te felicito- me dijo mientras pasaba la mano por mi cabeza -.Tu cabello es suave y negro como la noche en que fui engendrado, la noche del principio del mundo- susurró.

Mis amigos y mi hermana llegaron justo cuando le estaba preguntando quién era. Los cuatro lo mirábamos
sorprendidos, él nos invitó a pasar a su casa, que semejaba un inmenso iglú resplandeciente y entramos de inmediato, puesto que a todos nos inspiró simpatía y confianza.

-¡Tengan, jueguen!, -exclamó el conejo y nos regaló unos cristales que dejaban ver los seis colores sobre los que habíamos saltado.

-Otra vez el arco iris, pero en chiquito- pronuncio Sofía admirada.
-Sí- repuso el conejo -, lo que sucede es que mi casa está llena de luz y cuando ésta atraviesa un prisma, se pueden ver distintas ondas en forma de bandas de colores.

-¿De dónde vienes?- preguntó Lorena.
-Dentro de unos minutos lo sabrán. Me dio mucho gusto conocerlos. Ahora salgan , porque, como buen conejo que soy, siempre tengo prisa.

Le dimos la mano al conejo. La noche empezaba a invadir el espacio nebuloso y la luna caminaba mágicamente hacia el cielo crepuscular, mientras nuestro amigo se despedía con un afectuoso ademán.

-Su casa es la Luna, ¡qué maravilla!- repetía Lorena.
Lentamente la Luna fue ascendiendo hacia un cielo que, poco apoco, se oscurecía para dar cabida al fosforescente astro. Las nubes se desmoronaban y los árboles, el pasto y el mar, dulcemente descendían y pronunciaban nuestros nombres bajito, como se duerme a los niños:
-Gabriel, Luis Antonio, Sofía, Lorena, somos cómplices, no lo cuenten, tampoco lo olviden.

Y allí nos quedamos, como testigos del principio del mundo, sintiéndonos felices. Cuando terminó el juego de resplandores, nos abrazamos, prometimos guardar el secreto y nos fuimos a dormir, sabiendo que habíamos sido escogidos para presenciar y llevar dentro para siempre un día de giraluna.


Jennie Ostrosky
Ilustraciones de Ollin


Fuente:Cuentos para chiquitos


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