Una noche de luna llena, el conejo fue a beber al lago. Al agacharse lo deslumbró un fuerte brillo. Levantó la cabeza y vio que era el reflejo de la luna, que parecía un gran queso hundido en el agua.
Le vino una idea a la mente: tomarle el pelo al coyote.
Respiró profundo y gritó con todas sus fuerzas:
—¡Coyote! ¡Aquí está tu cena!
El coyote, que aún no había cenado, siguió los gritos del conejo y llegó al lago.
—¿Quién me grita? —preguntó.
—Yo, el conejo.
—¿Acaso vas a dejar que te coma?
—No, ¡pienso darte algo mejor! En el fondo del lago hay un queso grandote para ti.
El hambriento coyote se asomó al agua. Observó una mancha redonda y blanca en el interior.
—¡Un queso enorme! —gritó de alegría—. Pero, ¿cómo lo saco?
—Pues tómate el agua del lago. Cuando no quede ni una gota, podrás comerte el queso.
El coyote se puso en la orilla del lago y bebió con rapidez toda el agua que pudo.
El líquido le llenó las patas y la panza, es más, hasta le salía por las orejas. El coyote se hinchó tanto, que con el último trago reventó.
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